Mostrando entradas con la etiqueta rota. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta rota. Mostrar todas las entradas

martes, 21 de julio de 2009

La isla suelta. Capítulo 1. La cabeza rota II

No dijo nada, tan sólo se vio salir a una tímida lágrima de sus ojos que a su paso fue recogiendo la ceniza que manchaba su cara. No dejaba de mirarla, su tragedia era mi tragedia, sin duda y su aparencia la reflejaba con total perfección. Su preciosa cara me hizo recordar el día que la conocí, era muy hermosa, mucho más que ahora, sin suciedad, sin tristeza en sus ojos y sin duda alguna, sin haberme conocido, pero entonces aparecí. Cuando la ví por primera vez, junto a su amiga, Debra, prácticamente ni la miré. Me enamoré locamente de Debra, porque yo soy así, aunque ese enamoramiento duró muy poco, nada en realidad, unos días, porque, yo soy así. Cuando lo de Debra pasó, empecé a fijarme en ella, me maravilló su piel, sus ojos negros, oscuros como la noche, pero sobre todo sus labios, porque la primera vez que reparé en ellos, sentí una punzada en la nuca y un hormigueo por toda la cabeza, como cuando sientes que la has cagado.
Como ya dije, yo pienso rápido, demasiado y ví nuestro amor demasiado rápido también, demasiado, tanto que casi la asusté y estuvo a punto de huir de mí, pero yo, insistente en mi meta, conseguí conquistarla y me costó mucho, muchísimo tanto que casi me cuesta la vida, porque desesperado, ya no sabía qué hacer ni qué decir, y yo que siempre era capaz de solucionarlo todo me sentía pequeño, inútil, al no poder lograrlo y me atormentaba.
Flores, ésa fue la solución, millones de flores de jazmín formando un te quiero en una tela de fieltro que compré y que con cierta habilidad colgué muy cerca de su ventana durante la noche, el olor a jazmín entró por su ventana y le hizo despertarse y ver mi obra.
Ciento treinta y siete días, ventitres horas, cuarenta y siete minutos y un segundo tardé en conquistarla, lo gracioso, lo divertido del caso es que había jurado que el día ciento treinta y ocho abandonaría, lo gracioso también, es que lo había probado todo, desde fuegos artificiales hasta un burro que silbaba, y sin embargo, la tontería más grande del mundo, flores en una tela de fieltro fue cómo lo conseguí. Y lo peor, lo peor de todo es que nunca sabré por qué.

domingo, 19 de julio de 2009

La isla suelta. Capítulo 1. La cabeza rota

-¿Puedes levantarte?- preguntó, mientras vertía su sucia y desdentada sonrisa sobre la dantesca escena.
Me encontraba en el suelo y de mi cabeza emanaba un diminuto riachuelo de sangre, suficiente para haber creado un pequeño charco, en aquel largo paseo marítimo. Las tenues luces iluminaban la escarpada costa donde se encontraba el paseo y formaban una extensa hilera que se perdía en el horizonte. Me levanté sujetándome a la barandilla y me apoyé en él para caminar, por mucho que me jodiese que un viejo me ayudara. Cogido a su brazo caminamos dirección a casa y en todo el camino no cesó de reírse, sin decir ni tan sólo una palabra por fortuna mía, era un señor muy mayor ya, el poco pelo blanco que le quedaba formaba remolinos en su cabeza y su piel oscura se plegaba en su cara por todos rincones. Cuando llegamos a casa, subió corriendo a su habitación, como si fuese un chaval, y yo fui a curarme mi herida, cambar mi ropa y cuando acabé me senté a la mesa.
Nicole parecía mucho más vieja de lo que era, y seguramente, la culpa era mía. Su desgreñado pelo y aquel viejo delantal también eran culpables de su prematura vejez, aunque su piel luchara contra ello manteniéndose lo más firme que podía. A mí me encantaba su piel, que excepto en sus manos, por todo aquel trabajo que hacía, era suave, tersa y morena y desprendía el olor más delicioso que jamás había sentido.
En la calle hacía mucho frío, pero ella, había preparado un fuego en la cocina, donde me calentaba un caldo, que más tarde vertió en un cuenco y lo depositó delante de mí en la mesa. Se sentó frente a mí en la mesa y me ofreció una cuchara. Empecé a tomar la sopa con celeridad, llevaba bastante tiempo sin comer; yo no comía mucho, me aburría.
Su expresión indicaba cansancio, sus ojos les pesaban tanto que parecía que se lanzaban hacia sus labios, secos, agrietados, que llevaba tiempo sin besar. Aquella mujer había prometido amarme toda su vida, y parecía estar arrepintiéndose por completo. Con una voz que transmitía una gran indiferencia y con sus brillantes ojos a punto de escupir lágrimas de tristeza dijo:
-Papá me ha dicho que te ha encontrado en el paseo, te subiste a la barandilla y te dejaste caer de espaldas.
Yo no recordaba nada de ello, a excepción del viejo loco ayudándome, sin embargo me pareció un acto muy propio de mí. Me encogí de hombros y seguí comiendo.
-Estás siempre igual.
Insistía en hablarme, no entendía el por qué, pero lo hacía, así que quise esforzarme, para ser justo y abrí la boca, y no para comer, y le dije:
-Sabes perfectamente por qué lo hago.
-Tú y tu estúpida idiotez de intentar volverte más tonto-dijo mirándome a los ojos- y de lo que no te das cuenta es que eres gilipoyas perdido.
Su voz no se alteraba nada, parecía que ya se había acostumbrado a lo que ella había llamado, una extravagancia de genio al principio, y una idiotez de loco, después de haberlo intentado más de cien veces.
-Lo que no sé es cómo no lo has conseguido ya, eso o matarte, pero me parece que no vales ni para conseguir abrirte la cabeza.
Estaba claro a lo que se refería y parecía que iba a volver a llover un torrente de razones que ella argumentaba para intentar hacerme trabajar, trabajar en cualquier cosa, como si yo pudiese hacer cualquier cosa.
-No me entiendes- le dije- y antes, al menos lo intentabas. Pero es que mi mente, no funciona como la de los demás. Y aunque no me creas, no me siento orgulloso de ello. Nunca has estado dentro de mi cabeza, y la verdad, no te lo recomiendo. Pienso demasiado, y demasiado rápido, y por ello sufro y también es demasiado. Siento ser egoísta, no te odio, te quiero más que a nada en el mundo, pero tengo que sacarme ciertas cosas de la cabeza y si tiene que ser a base de golpes, así será. Y si muero, descansaré yo y descansarás tú. Y pienso, y pienso, y pienso tanto, tanto, y en parte es en ti, en tú piel, que está grabada a fuego en mis ojos y en un pedazo de tu sonrisa que tengo guardada en mi corazón y que no he vuelto a ver dibujada en tu cara. No seas infeliz, déjame eso a mí, que se me da bien.

Continuará.